Prometen ciencia: sensores, algoritmos, cronómetros. Lo que llega, en cambio, es un olor: sudor canonizado, calcetas que se pudren como rosarios sin misa, botellas alineadas como ídolos de PET. El estadio no es laboratorio: es manicomio con boletaje digital, donde el músculo obedece menos al cronómetro que al conjuro. La estadística mide, pero no manda. Lo que manda es el miedo con uniforme.

RITOS CON OLOR A ZOOLÓGICO

Un portero entra con el pie derecho, aunque tropiece y quede ridículo antes del primer disparo. ¿Es superstición o coreografía del absurdo? Un beisbolista mastica semillas como si cada cáscara fuera conjuro: escupir se convierte en liturgia. Un boxeador besa las vendas sudadas como si fueran hostias: la misa no tiene sacerdote, pero sí sudor. Un ciclista esconde estampitas en el maillot, convencido de que la velocidad depende de un santo pegado al bolsillo. En el hockey, las barbas crecen como contrato con lo invisible: afeitarse es traición. En el tenis, las botellas se alinean con la precisión de un arquitecto delirante: un centímetro fuera de lugar y el cosmos colapsa. ¿Quién dijo que el deporte era racional? El deporte es superstición con patrocinio.

El corredor ata los cordones tres veces con obsesión quirúrgica: no corre con las piernas, corre con nudos. El clavadista repite siempre la misma secuencia de pasos antes de saltar, como si el trampolín guardara rencor. El entrenador insiste con la misma corbata, tiesa como crucifijo de sudor. El directivo luce el mismo reloj en cada final, convencido de que las manecillas dictan más que el árbitro. La superstición no distingue jerarquías: se pega como mugre y gobierna como dogma. El delirio es democrático.

EL ESTADIO COMO CLÍNICA PSIQUIÁTRICA

Las gradas multiplican la locura. Camisetas que jamás se lavan, convertidas en tótems de mugre orgullosa. Traseros que reclaman propiedad sobre una butaca, convencidos de que la suerte cobra renta. Padres que entran por la misma puerta convencidos de que el universo comienza en un torniquete. Gargantas que creen empujar la pelota con un grito, como si la saliva fuera ley física. ¿Y si lo fuera?

En el tenis, el silencio antes del saque es superstición disfrazada de protocolo: miles de gargantas apretadas sosteniendo el cosmos con un mutismo nervioso. En el futbol, la derrota se explica menos por táctica que por el aficionado que olvidó la bufanda. En el beisbol, hay fanáticos que nunca se cambian de asiento, convencidos de que moverse equivale a alterar la rotación de la Tierra. Y en cualquier deporte, alguien cree que su cerveza, su insulto o su trasero son la palanca del destino.

DIAGNÓSTICO CON ENTRADA INCLUIDA

Lo que sostiene al deporte no es la ciencia, sino la fe mugrienta: calcetas que se pudren como reliquias medievales, gorras intocables que huelen a establo, corbatas tiesas como crucifijos de feria, camisetas deshechas en mugre adoradas como reliquias de museo. No son objetos: son supersticiones con olor propio, fetiches que gobiernan más que cualquier táctica. El verdadero reglamento no está en papel: está en el miedo.

La superstición no es accidente del deporte: es su reglamento invisible. El cronómetro mide, la cámara repite, la estadística archiva… pero lo que decide es el pánico, la rutina absurda, la fe mugrienta.

Y lo más cruel: nos reímos de atletas, técnicos y directivos, mientras repetimos los mismos ritos frente al televisor, convencidos de que cambiar de canal rompe la racha, de que mirar al baño trae mala suerte, de que el sillón tiene poderes mágicos. El espectador es atleta de sofá, supersticioso de pantalla plana.

No somos visitantes del manicomio. Somos internos con boleto pagado. Y aplaudimos felices, convencidos de que nuestras palmas curan, enderezan arbitrajes y cambian destinos. El deporte, en el fondo, no se juega con músculos ni con táctica. Se juega con superstición. Y todos, en este circo con olor a zoológico, llevamos la nariz roja puesta aunque juremos que es sudor. El payaso no está en la cancha: está en el espejo.